Es lo Cotidiano

Garbanzos carneros

Margarita Ortega González

Garbanzos carneros

Cinco de siete noches sin dormir esta semana. Dos fueron de coraje. Las otras fueron de miedo. Nunca había tenido miedo. Ni caminando en la noche por caminos solitarios, ni por las tormentas y los tronidos del cielo, ni por los cuentos de mi nana, ni las sombras, ni los ruidos, ni los muertos, ni los corrales vacíos, ni los aullidos de los perros, ni los gatos erizados. Todo me daba risa.

 Cuando me dijeron que mi papá se aparecía por el rancho cogí carrera pa´llá. Lo esperé tres noches. Nunca vino. Quería verlo para decirle que su hermano nos estaba despojando y que fuera a jalarle los pies o que se le subiera para darle un susto. Suerte que el cabrón se murió pronto y nos dejó con algo de tierras. Éstas no tienen pa’ cuándo morirse y yo todavía quiero algo de vida. No imaginé que ocupara tantos garbanzos tupir cada escalón, espero que alcancen.

Recuerdo que unas tardes de agosto mi nana y yo nos poníamos los pantalones de mi apá difunto y nos íbamos al corral a lazar becerros. Cuando menos tiré unos tres o cuatro con piales floreados. A mi nana le encantaba azuzar a los animales pa’ que salieran disparados. Luego nos echábamos nuestros tragos de aguardiente a la sombra de los aguacates en la huerta. Eso sí era secreto de mujeres y no las jaladas de estas viejas.

¡Garbanzos carneros! Gritaba mi hermano Germán y ni se daba cuenta que era comida de pobre de tanto que le gustaban. Mi nana sólo le ponía unos huesos de res pa’ darle sabor y papas pa’ llenarnos.

Acababa de pasar la Cristera, los hombres se iban pa’l norte por miedo o por hambre. No conseguíamos ni caballerangos ni arrieros. Yo era la mayor, tenía quince años y aprendí a defenderme y salirme con la mía; a manejar la tierra, el ganado y los hombres. Estas dos mujeres son peores que todos con los que lidié en mi vida, retorcidas y perversas. Ya me di cuenta que me quieren muerta y pronto. Claro, si el dinero no tiene parientes, por poco que sea.

Mi abuela siempre decía que hay que tener más miedo de los vivos que de los muertos. Y aquí estoy, agarrada del cogote a mis ochenta años. Seguro que llego a los cien como ella, y estas brujas desde que llegaron me tratan como a una anciana. Me disfrazan. Sólo me traen trapos negros, con lo que me choca el negro. Lo hacen pa’ que las vecinas me vean más vieja y nadie se extrañe cuando me muera. Ya no me visitan mis amigas. Ellas dicen que estoy enferma, ya lo supe. A mi edad tener el azúcar un poco alta no es enfermedad, eso me recuerda que estoy viva.

Este año sólo se ha aparecido doña Elena, el único refugio para mis penas. ¿Qué puede hacer ella? Sólo traerme mis mandados cuando se lo pido o acompañarme al mercado cuando no me tiemblan mucho las piernas. Esta vez se le hizo raro que le pidiera tantos kilos de garbanzos. Pero mejor que sobren y no que falten. Se barren fácil, los lavo y una buena sopa de pobre, pero ora sí con un buen espinazo. Éstas ya no me quieren dar carne, mi pienso es que es a propósito, para debilitarme. Por eso me dan los temblorines. Dicen que el doctor me lo prohibió. ¡Babosadas! ¿Cómo un doctor puede prohibir comer carne? Ni cuando mi hermana tuvo cáncer se la quitaron, y ni yo se la dejé de dar aunque vomitara. ¡La carne es la carne!

Vicentita ya no viene, ellas dicen que se murió, pero seguro que lo inventan pa’ que me ponga triste. No se los creo. Más bien a Vicentita le han de haber dicho que yo morí. Ella es joven y su hijo la cuida bien. Hasta la lleva a misa. Llena de escapularios y tan creyente, ha sido mi único contacto con Dios. Yo lo dejé cuando me mandó la enfermedad de Federico. Con su demencia luego ya sólo era una sombra. Cuatro escalones tupidos de garbanzos y los demás ralitos pa’ que alcancen.

Perder la fe no es fácil en estos pueblos de mártires; muchas cosas nos tienen que pasar. Se murió mi padre cuando yo tenía diez años y no la perdí, ni cuando se murió mi madre cinco años después. Tampoco cuando apenas teníamos pa’ comer o cuando me fui con Federico, que tuvimos al Quico chiquito y lo acostaba en una caja de cartón; ni cuando se murió mi niña, mi única mujercita. Igual seguía rezando rosarios a la virgen, a todas las vírgenes que me hallaba. Qué perdedera de tiempo, lo bueno es que lo tenía, como ahorita para acomodar garbanzo por garbanzo.

Y que conste que me dolía amarrar a Federico todos los días, pero no había de otra. Ya no era él. Siempre tuvo la cabeza en otro lado. Cuando llegaba tomado sólo le daba por hablar, y que la historia, y que Huerta, y que Villa, y que el comunismo, y que la reencarnación, y las moradas filosofales, y que Madero. Cuando empezaba con lo de la Madame Blavatsky, los ángeles y el hipnotismo, mejor lo desvestía para acostarlo; ya ni reparos ponía.

Luego no le hablaba dos o tres días, le inventaba que se había puesto necio y que me buscó pelea, que me insultó. Entonces se sentía culpable y me daba más dinero para semana. A todos les decía que yo era una santa, siempre. Pero cuando de verdad me volví santa con su enfermedad, él ni se dio cuenta. Yo nunca quise ser santa, ni tener pruebas, ni sacrificarme como si el cielo fuera una hipoteca interminable. Ya pagué muchas de ésas en esta vida.

Una de ellas fue soportar a la gente de esta ciudad. Toda alzada y pretenciosa. Aunque fueran pobres y ni para comer tuvieran, preferían sus sedas y razos en la calle, que la mesa bien puesta. Presumían de sólo comer pan blanco, aunque devoraban las tortillas en la cocina. Que sólo tomaban leche hervida y cuando les ponía la jarra de la bronca y les decía que era hervida, ni lo notaban. Y luego en sus clases de biblia sólo se fijaban en el sombrero y si llevabas guantes. Con este calor los guantes me hacían sudar hasta los pies. Les dejé su biblia, sus guantes, y les dije que como mi marido era masón, me había prohibido seguir yendo. Allí terminó mi vida social en esta ciudad. Pero luego me hice de otras amigas, también de rancho, y nos pasábamos recetas y dibujos de bordados.

Y estas perras todavía quieren que les dé la bendición en las mañanas. Si nomás lo hacen pa’ burlarse. ¡Qué putas bendiciones ni qué ocho cuartos! Ni que no me diera cuenta que viven en pecado todo el tiempo. Mejor les diera una cachetada. Controlada por este par de ambiciosas, que sólo esperan que deje de respirar, no lo soporto. Son las cinco de la mañana, buena hora. Me duele la cadera y el brazo de estar acomodando los garbanzos en los escalones. Me voy a tardar en desentumir, pero no hay prisa.

Su invento de renovar el baño fue para ver qué sacaban del cuarto. Pero no me fui un minuto hasta que el albañil acabó. Aunque no vi la tele por tres días. Me di cuenta luego, luego, que estaban de acuerdo. Lo noté con tanta pregunta del hombre. Pero no le solté nada. Ya una vez le dije a la gorda: ¿quieres herencia? Vete de mi casa. Nomás se rió. Ya sólo faltan dos escalones.

Estoy chorreando de sudor. Hace cincuenta años que vivo aquí y no me resigno a tanto calor, sin árboles que muevan el viento, que regalen su sombra. Sin ni un cerro que cobije del sol como en mi pueblo. A medio día hasta dan mareos. Como que nadie quiere a esta ciudad. No lo entiendo. Si uno sabe el remedio, pues todo es fácil, como poner estos garbanzos.

Ahora que no tengo dudas, ahora que pasó el miedo, no me voy a dejar. Nunca lo hice. Si no le hubieran puesto el maldito escalón al baño. ¡Como si me gustara tropezarme! Y luego de sus insultos de que era yo una vieja idiota, me dejaron allí tirada, encuerada y mojada ¡horas! Ellas dijeron que nomás un rato para que aprendiera, pero fue interminable. Ahora apago la luz de la escalera y en la cocina empiezo a organizar el mitote. Ahorita que sienta el fresco del amanecer, la hora más oscura.

 ¿Tendrá tiempo Luisa la gorda de ponerse su bata floreada y rabona? Capaz que su amiga Gemile sale con su pijama de corazoncitos transparente. A ver, los cerillos aquí están. Hacía años que no prendía tantos cuetes. Ya estuvo. Ahora sí, que empiece el tronadero, que caigan las benditas. Luego al mercado por aguardiente, cuando menos un vaso de pulque.

Margarita Ortega González

Ha colaborado ocasionalmente en periódicos y revistas de la entidad, sobre temas sociales y literarios. Fue editora de las revistas “Gente” y “Travesaño 2000” sobre temas de población de 1997 a 2000. Ha publicado en coautoría dos libros editados por el gobierno del Estado de Guanajuato sobre Fecundidad adolescente (1998) y Trabajo femenino en la industria maquiladora en Guanajuato (1999).