Es lo Cotidiano

Las leyes de la fatalidad; nuestro cine y su legislación

Federico Urtaza

Las leyes de la fatalidad; nuestro cine y su legislación

Preámbulo autobiográfico de un cinéfilo

Mi bisabuelo paterno Federico Pérez Sánchez, originario de San Juan de los Lagos (a quien hijo, nietos, bisnietos y tataranietos debemos el nombre) era un pata de perro que fue telegrafista en Jiménez, Chihuahua, donde perdió el anular izquierdo al bajar de un tren en marcha y un niño le entregó la argolla matrimonial  y el dedo, jefe político en Amatlán de Cañas, Nayarit, donde estuvo a punto de morir con el archivo municipal aunque sólo ardió el papel,  agricultor incapaz de madrugar en León, Guanajuato, foreman de la International Harvester en el Chicago de los años de Al Capone y Eliot Ness, comerciante en Los Ángeles, exhibidor ambulante de películas en la serranía del Estado de México y luego propietario de cine en El Oro, México y en Zitácuaro, Michoacán, hasta convertirse en un prestamista que viajaba por el norte de Michoacán, el sur de Guanajuato y el oriente de Jalisco visitando amigos, familiares y deudores, saltando de un camión mixto a otro, a veces acompañado con alguno de sus bisnietos que vivíamos en León. Me fascinaba escucharlo narrar sus andanzas, siempre con un Delicados entre los labios y el humo guerreando por metérsele al ojo izquierdo entrecerrado. El cigarro subía y bajaba como una batuta sin dejar caer la ceniza. Contaba sus cosas de tal manera que uno podía vivirlas; cuando íbamos a Zitácuaro, era de fábula ir a la sala de cine que le había vendido a uno de sus mil compadres. En ese tiempo yo ya estaba enviciado con el cine; con mis ocho años me iba solo y mi alma al centro, a ver alguna película con mi domingo (en León se usaba revisar la clasificación de Acción Católica, distribuida en misa y colocada en una vitrina plana, cerrada con candado o cerradura, que yo no me ocupaba de leer pues, siguiendo lo que me decía mi abuela, me dejaba llevar por mi criterio, y qué puede escoger un niño sino películas verdaderas). Otras veces iba a la vuelta de la casa de mis abuelos, al taller de hojalatería y pintura de los Hermanos León, que los domingos era adaptado con graderías de tablones para exhibir películas de luchadores (recuerdo la agonía, creo que de Wolf Ruvinski, en el vestidor, supongo que de la Arena Coliseo, mientras se escuchaba un lejano y lastimero aullido); otras veces iba a la matiné y cualquier cine se plagaba de niños y niñas, era una sola gritería. Alguien lanzaba algún cohete y se encendían las luces y nada sucedía y la película seguía y seguía, y pasaban el Gordo y el Flaco, Mothra y unas muñequitas japonesas de carne y hueso que cantaban canciones malditas pero bien bonitas…

Crecí, pasaron los años y nunca dejé de ir al cine, acaso porque ahí me formé sentimentalmente. Aprendí de historia y de sueños, vi en mis héroes al hombre que quería y creo que en cierta medida he llegado a ser, aprendí el valor de los mitos y de saber contar una historia, entendí la fuerza de la imagen y de la música y de la medida o desmesura de los diálogos. Por el cine comencé a escribir relatos breves, que yo pensaba como sinopsis de futuros guiones y que un amigo dijo que parecían cuentos, y cuando los publiqué como tales, otro amigo me dijo que le parecían sinopsis. Soñaba con estudiar cinematografía, pero tendría que haber viajado a México y eso estaba muy lejos de Chihuahua y mi papá, a punto de emigrar a Estados Unidos, me dio su bendición y con una simbólica patada en el trasero me aconsejó: “Estudia para licenciado, ya ves que esos se dedican a lo que les da la gana”. Y sucede que como debía arreglármelas por mi cuenta, me inscribí en la Facultad de Derecho en la Universidad Autónoma de Chihuahua. Al terminar viajé al Distrito Federal, me relacioné con un grupo de escritores de Chihuahua, entre ellos Víctor Hugo Rascón Banda, con quien trabajé varios años y a quien siempre me unió una profunda amistad (digo, era como un hermano mayor) y que me llevó a los caminos de la dramaturgia, siempre con la intención de hacer cine. Y yo seguía viendo cine, amándolo como sucede en las grandes pasiones. Acaso por el despecho de no hacer películas, me encaminé a la literatura y leí y leí con sincera pasión, pero como en un amor mal correspondido, porque los libros no eran mi verdadero amor, como sí lo ha sido –aunque a veces lo calle- el cine.

Y, como decían antes, una cosa lleva a la otra y… Sucede que por intercesión de Rascón Banda tuve la fortuna de ir a dar con María Rojo, actriz que aprovechó su paso por la política para trabajar por el cine. En el Senado de la República, de 2006 a 2012, nos tocó (y pluralizo los actos y los resultados sin falsa modestia ni vanagloria) hacer varias iniciativas, puntos de acuerdo y gestiones para beneficiar a la cinematografía de nuestro país. Muchas cosas se lograron, otras quedaron pendientes; siempre acudimos a la comunidad en busca de consejos y opiniones y siempre recibimos palabras alentadoras. Quién lo dijera; no sé si mi papá tuvo razón o quiero creer que su consejo fue orientador, pero el caso es que sí, estaba en la cinematografía en un modo un tanto heterodoxo; como cinéfilo metido a hombre de leyes, aprendí que para la industria fílmica hay normas que son de vital importancia porque, si lo ve uno con ojo crítico, sin reglas hay anarquía y aun habiéndolas nunca falta quien encuentre lagunas y resquicios para hacer lo que le viene en gana, lo cual generalmente implica fastidiar al semejante. ¡Vaya, creo que acabo de describir el panorama legal del cine mexicano!

Para reformar la Ley de Herodes

En 2006, al inicio de la sexagésima legislatura del Congreso de la Unión, ya existía el artículo 226 de la Ley del Impuesto Sobre la Renta, que establece un estímulo fiscal para la producción cinematográfica nacional. No entro en los detalles técnicos del artículo, que a estas alturas no sólo es conocido por quien hace cine, sino ampliamente utilizado con resultados muy positivos, pero hay que decir que en el 2006 era prácticamente inoperante, como quien tiene un Ferrari sin motor y tirado por un tronco de mulas. Darle operatividad al 226 del ISR fue el primer reto. La administración saliente se limitó a decir no y búsquenle; la siguiente le entró al toro por los cuernos aunque a regañadientes y, a fin de cuentas, se logró dar una eficacia tal al estímulo fiscal, que de 7 películas al año se pasó a producir 70. El 226 del ISR, conocido como EFICINE, sumado a los fondos del FIDECINE y FOPROCINE, y recientemente las disposiciones que dan recursos para fortalecer la distribución, y para que las producciones extranjeras realizadas en nuestro país puedan recuperar el IVA, ha sido tan exitoso que en el 2011 se aprobó sin reparos un estímulo similar para la producción teatral. No cabe duda; cuando algo funciona, vale la pena aplicar la receta.

Bien, como incluso reconocen los productores, la parte del fondeo para hacer películas está más o menos bien cubierta, pero se presenta un fenómeno inquietante: ¿a dónde van a dar las películas mexicanas? Vamos, se hace cine, sin duda de toda gama de calidades y para todos los gustos, pero… ¿dónde son vistas? O peor aun… ¿son vistas?

El problema de la distribución y la exhibición de cine mexicano puede ser representado por un embudo, de cuello de salida muy estrecho; las películas nacionales salen a cuentagotas, como si se les hiciera el favor, en plan “buena onda” de algunos zares de la exhibición. A veces, hasta parece consolador que exista la piratería, con tal de que circulen entre los mexicanos las películas realizadas por mexicanos; o, ya con gran entusiasmo, es un máximo logro poder ir a un festival en el extranjero, ganar un premio y regresar a casa para mirar con sentimientos encontrados los recortes de prensa. Y sucede algo muy feo de mostrar: ante la falta de perspectiva para llevar una película a las pantallas de los cines comerciales, se genera una especie de círculo vicioso que, sin embargo, representa un respiro económico y creativo para quien participa en una producción: se hace la película, quienes intervienen ganan haciéndola… pero hasta ahí, no hay retorno en la inversión porque no hay acceso a la publicidad masiva, no hay disponibilidad de salas en horarios favorables, no hay dinero que alcance para contar con las copias necesarias (y aquí uno se pregunta qué pasa con la proliferación de salas digitales que, podemos suponer, recortan costos para efectos de exhibición), etcétera. En México este círculo es bastante conocido para quien ha recurrido a apoyos estatales para realizar toda índole de proyectos culturales y artísticos: sí, sé creativo, pero sólo para ti y tus amigos.

Mucho se habla del efecto pernicioso del Tratado de Libre Comercio para Norte América; en cuanto a esto hay que hacer una precisión: si bien en la Ley Federal de Cinematografía se establece en el artículo 19 como mínimo el 10% del tiempo de pantalla, como consecuencia de un transitorio metido por Salinas de Gortari en 1992 pero matizado en la reforma de 1997 gracias al esfuerzo de gente como María Rojo y Jorge Sánchez Sosa, el porcentaje real es de 30%, mínimo que en realidad no se alcanza a cubrir aunque existe una iniciativa –otra de muchas presentadas ante el Senado entre el 2006 y el 2012, que se quedaron en la congeladora parlamentaria-, proponiendo una fórmula que considera plazas, salas, asientos y horarios. En relación con esta iniciativa, hay una previa para reformar el mismo artículo 19 y ampliar el plazo de garantía de estreno de una película mexicana, de una a dos semanas.

Uno acaso se iría erróneamente a favor del argumento de que el cine debe ser negocio para todos los que participan en algún momento del proceso fílmico. Esto sería así si no se percatara de que el negocio (excluyendo el efecto de subsistencia para quien participa en una producción nacional, se distribuya y exhiba o no) es para quienes distribuyen y exhiben películas, y no necesariamente por el ingreso de taquilla, sino por los negocios adicionales, como si ir al cine no fuera para ver una película, sino por el deseo de verla, gastar montones de dinero en una proceso que todos conocemos, y que a muchos desalienta y hace preferir permanecer en casa viendo una copia pirata, no necesariamente de una película mexicana, sino generalmente de un éxito de Hollywood.

¿Recuerda alguien el famoso “peso en taquilla”? Era un apretón de tuercas fiscal para obligar al exhibidor a destinar un peso del precio pagado por cada boleto a apoyar el cine nacional. Por supuesto, los interesados presentaron sendos amparos y, por supuesto los ganaron (creo que correctamente). Bueno, pues María Rojo presentó una iniciativa para replantear el tema, de tal modo que el exhibidor se vería obligado a aplicar una fórmula al precio del boleto, para acumular el resultado al propio precio, y sería el público quien estaría apoyando la producción cinematográfica con su aportación; ¡felices sueños en la Cámara de Diputados! Otra más: ¿a usted, lector, le fascina soplarse una sarta de comerciales disparados a todo volumen, sólo porque no va a esperar fuera de la sala hasta que haya pasado la sección de anuncios ni arriesgarse salvar sus oídos y paciencia pero perder un buen lugar? Por supuesto que no: a través de otra iniciativa que duerme tranquila y sueña feliz en la Cámara de Diputados, se propuso crear un artículo en la Ley Federal de Derechos para que los exhibidores paguen un monto determinado por recibir la autorización para exhibir comerciales, por un lapso nunca mayor a 10 minutos por función, y lo recaudado se iría a incrementar los recursos para apoyar al cine mexicano.

Pero ya metidos en gastos, lo que en realidad hace falta es revisar a fondo la Ley Federal de Cinematografía. Los tiempos han cambiado, hay nuevas tecnologías y aunque parezca apocalíptico (y lo soy, lo confieso), la televisión avanza más de prisa en el desplazamiento del cine para ser visto en salas: incluso gente como Robert McKee pronostica que para los guionistas el futuro está en la tele, y vaya si no, si pensamos en el éxito de las teleseries hechas con recursos de cine. Por lo pronto, en televisión vemos cine pésimamente doblado al español, interrumpido a cada instante por cortes comerciales que uno supone naturales en la televisión abierta y abusivos en la televisión de paga… y aquí también está casi ausente el cine mexicano. Aun así, hay otra iniciativa en el limbo, que desde la Ley Federal de Cinematografía abre la posibilidad de que el 226 del ISR se aplique no sólo a largometrajes, sino también a cortometrajes, en especial aquellos producidos tomando en cuenta las exigencias de la televisión. En fin, por iniciativas no paramos; como hombre de leyes y como cinéfilo me siento frustrado  y ofendido al verme prácticamente obligado a sólo ver en cines, churros hollywoodenses en los que hay mucha acción pero no pasa nada, o en los que la mediocridad, la estulticia y el derrotismo son notas características.

Los distribuidores y exhibidores invocan razones financieras y de negocios; muy bien, maravilloso, pero ¿por qué sólo ellos pueden alcanzar ganancias gracias al cine? ¿Por qué no fortalecer una industria fílmica nacional, competitiva en todos los sentidos, exenta de benevolencias que perdonan la mala factura, dispuesta no sólo a triunfar en festivales sino de ganar las pantallas nacionales y extranjeras?  Casi nada obliga a los exhibidores en México, que hasta se dan el lujo de invocar falacias y medias verdades para desdeñar el cine nacional. Insisto, casi nada, porque la ley carece de rigor en temas donde debería ser férrea sin violar ninguna garantía constitucional. Claro que se puede, pero luchar por esto y por materializarlo implica la participación de todos los miembros de la comunidad cinematográfica, y en ésta incluyo a los espectadores, que no sólo tenemos derechos como tales, sino tenemos una opinión que, bien o mal, da aliento a cada película.

Entre varios de los temas pendientes hay uno que en especial ocupó mi atención y estudio: ¿Por qué no contar con un organismo público dotado de la autonomía indispensable para fungir como autoridad (sustrayéndole a la Secretaría de Gobernación facultades relacionadas con la cinematografía) rectora y vigilante, integrada a manera de Comisión, con participación de ciudadanos conocedores del cine y su problemática, con atribuciones para atender quejas y controversias y desahogar conciliaciones y arbitrajes plantados por participantes de la industria fílmica (se me ocurre como ejemplo, resolver sobre un caso de inequidad en la asignación de salas y horarios), sin perjuicio de las atribuciones correspondientes en especial a la Comisión Federal de Competencia Económica? Este organismo, que vendría a sustituir al Instituto Mexicano de Cinematografía, por supuesto continuaría operando –por así decir- los fondos de fomento a la cinematografía nacional, e interviniendo activamente en la operación del estímulo fiscal del 226 del ISR, así como promoviendo nuestra producción, tanto en el país como en el extranjero. Estoy hablando de un organismo integral, concentrado en el desarrollo y fomento de la cinematografía en México y la producción nacional.

Corte a:

Las ideas que no se convierten en acciones, se pudren y echan a perder la mente y el alma de quien las concibe y rumia. Es verdad que quien se propone hacer algo, tarde o temprano cumple su cometido, ¿pero qué necesidad hay de dilapidar esfuerzos y alargar caminos, si tenemos en nuestras manos aligerar algunas cargas y encontrar atajos?

Vale la pena debatir la reforma de la Ley Federal de Cinematografía, abrirla a las exigencias de los tiempos que corren y mirar, aunque sea un poco, hacia adelante. Si amamos el cine, hay que procurarnos películas que nos llenen de satisfacción y, por qué no, de orgullo.

FIN

(Retomo este texto, publicado en 2013 en el número 26 de la revista Toma, especializada en cine. Como es obvio, explica mi cinefilia (declaro que desisto de buscar cualquier otra actividad que no sea la de entusiasta espectador-comentarista y aficionado a las proverbiales palomitas) y algunas de las reflexiones que he estado compartiendo con el lector. Tras el rodeo, retomaré la semana próxima las tareas de lo inmediato. FU.)