¿Libertad para quién?

“Hoy como antes, más allá de gritos y cuetes al aire, lo que la mitad de la población del país conoce es la situación de pobreza y marginación en la que vive."

¿Libertad para quién?

Podemos imaginar a los jornaleros, artesanos y gente del pueblo sentados en la plaza de Dolores, escuchando al cura del pueblito, a quien al parecer se le había botado la canica.

–¿Ya escuchaste lo que dice el cura, Juan? 

–No entiendo de qué habla. Primera vez que oigo mentar de ese Fernando. 

–Eso no importa, hombre, se trata de que dejen de gobernar los gachupines. Así las cosas van a cambiar, vamos a mejorar, vamos a ser dueños de la tierra...

Bueno, mejor dejamos este diálogo, que se parece cada vez más a los anuncios que nos recetaba Carlos Salinas para difundir su Programa Solidaridad (después Progresa, después Oportunidades, después Prospera...). Lo que se quiere hacer notar es que la gran mayoría de los parroquianos ignoraban, seguramente, quiénes eran Carlos IV, Fernando VII o José Bonaparte. En realidad la idea de la independencia o no independencia de la península española los debe haber tenido sin cuidado. Lo que sí conocían era la situación de pobreza y marginación en la que vivían. Más que una idea complicada de soberanía, o de independencia política, lo que constataban era la poca capacidad para transformar su propia situación en algo mejor.

Hace unos días escuché al historiador Lorenzo Meyer decir que la Guerra de Independencia de México se distinguía de otras en el continente por su composición popular. Las luchas americanas, incluyendo a la mexicana, partían en realidad de las ideas de las élites económicas y políticas, quienes tenían una visión de la política internacional y querían adquirir derechos comerciales y políticos, aprovechando una de tantas coyunturas desfavorables por las que pasaba la sucesión de los reyes en España. Pero en nuestro país se sumaron a la guerra grandes contingentes populares que buscaban en el fondo una revolución social. No se trataba sólo de sacudirse la tutela europea, sino de cambiar la forma de organizarse internamente, para producir mejores condiciones de vida para los más pobres.

Desde luego que ambos objetivos estaban ligados. Si entendemos la libertad como poder de hacer y poder de ser, una nación es verdaderamente libre cuando se puede convertir en lo que quiere ser. La independencia que se decretaría formalmente 11 años después, daba a México la posibilidad de construir algo diferente, un lugar en el que los peninsulares, los criollos y los indígenas pudieran, a su vez, tener el poder para hacer y para ser.

Las naciones soberanas no siempre han estado habitadas por ciudadanos libres. Un país, manejado por unos pocos, puede parecer libre en relación a las otras naciones, pero al interior puede estar compuesto por una gran mayoría de personas que no tiene el poder para hacer, ni para ser otra cosa que lo que la sociedad en que viven les da como migajas. La democracia apunta precisamente hacia este ideal: una nación soberana en la que todos y cada uno de sus ciudadanos y ciudadanas decidan qué quieren ser, en lo individual y en lo colectivo. Pero este ideal no es fácil de conseguir. Las muchas veces bien ponderada democracia ateniense, por ejemplo, daba verdadera libertad –poder de decidir, de participar en el rumbo de la ciudad– a una parte muy minoritaria de la población. Los que tenían el derecho de ser llamados ciudadanos y que participaban en la asamblea no pasaban, probablemente, del 15% de la población. El resto eran mujeres, niños y niñas, esclavos y metecos, es decir, comerciantes y otros hombres y mujeres libres asentados en Atenas pero que no recibían la ciudadanía. Muchos historiadores coinciden en que los ciudadanos de pleno derecho podían cumplir con la exigencia de participar en las decisiones y estar al tanto de la política, gracias a que descargaban el peso de la economía sobre el sistema esclavista y el trabajo de la mujer, quienes no tenían derecho a participar.

Decir que la libertad tiene que ver con poder hacer y poder ser, supone que un Estado que aspire a contar con ciudadanos libres, no se vea a sí mismo solamente como un garante de las libertades individuales, sino que se preocupe por lograr que todos y todas sus habitantes tengan el poder de hacer y el poder de ser. No basta con conquistar –aunque es importante– las libertades negativas: que el gobierno no limite el libre pensamiento y su expresión pública; que no limite la movilidad; que no limite el libre comercio. Se trata de que todos y cada uno de los ciudadanos y ciudadanas tengan el poder de ser, la posibilidad de crecer, de decidir su vocación, de participar políticamente, no sólo para votar, sino para decidir en verdad el rumbo colectivo. Cuando las personas no tienen los medios de subsistencia mínimos, la educación de calidad, los espacios y oportunidades necesarios para tener el poder de cambiar(se), podemos decir que tenemos una nación soberana, pero habitada por hombres y mujeres insuficientemente libres.

Hoy como antes, más allá de gritos y cuetes al aire, lo que la mitad de la población del país conoce es la situación de pobreza y marginación en la que vive. Más que una idea complicada de soberanía, o de independencia política, lo que constatan es la poca capacidad para transformar su propia situación en algo mejor. Más allá del dilema que hace unos años se nos presentaba entre libertad o justicia, entender la libertad como poder de ser la vincula directamente a la equidad y la justicia. Hace casi doscientos años que la nación empezó a conformarse, pero queda todavía mucho camino por recorrer para que podamos decir que somos un país habitado por hombres y mujeres verdaderamente libres.